Escucha.

Es un pueblo cubierto de nieve, el invierno más frío que habían tenido en muchos años.

Se escucha música a todo volumen.

Ella está sentada en su cama, un cigarro espera en su mano mientras le da un sorbo a su güiski en las rocas,  todavía no sabe qué pensar.
Todo sucedió en cuestión de minutos, no recuerda mucho de lo acontecido. Un suspiro la atraviesa y una lágrima recorre su mejilla. Se siente vacía.

Una tras otra, las colillas de cigarrillos van llenando el cenicero, mientras los últimos rayos de luz se cuelan por la ventana.

Hace frío, es invierno. La nieve cae sin cesar, y en las calles los faroles a duras penas iluminan el pueblo.

Ella se asoma a la ventana y le habla a la Luna - Querida mía, siempre estás ahí. Viendo la sinfonía de mi propia destrucción - Se acuesta en la cama y llora.

A lo lejos, se escucha el tañido de la campana del reloj de la plaza central. Siete de la noche, y, aparentemente, todo tranquilo.

Baja a la cocina, toma la mochila que cuidadosamente había preparado la noche anterior y se dirige a algún lugar.

La nieve cubre casi por completo sus botas, fuma un cigarro al compás de los árboles meciéndose, cada vez obscurece más.

Después de una caminata de casi una hora llega a su destino: el parque. Se sienta en una de las bancas, y prende otro cigarro, cuidadosamente, saca la licorera del bolsillo izquierdo del interior de su chamarra, y le da un pequeño sorbo.

Al momento, se escuchan pasos y se le erizan los cabellos de la nuca y los vellitos de los brazos. Entorna los ojos y se da cuenta que es esa chica. Su chica.

Levantóse de la banca, se echó la mochila al hombro y comenzó a seguirla. Y, antes de que ella pudiera hacer o decir cualquier cosa, le propinó un fuerte golpe con un martillo (que llevaba en la mochila) en la cabeza, acto seguido, cayó desmayada al suelo.

Con cuidado y amor, la arrastró detrás de sus arbustos predilectos. Allí, la tomó entre sus brazos, la abrazó, lloró y cayeron sus lágrimas sobre su rostro. Inmediatamente, le arrancó la ropa, la hizo jirones con unas tijeras, y después, sacó un pequeño puñal de aproximadamente 23 cms de largo y lo colocó a su lado. Tomó la cámara fotográfica e hizo unas cuantas tomas de su desmayada.

Cuando quedó conforme con las fotos tomadas, guardó cuidadosamente la cámara y tomó el puñal. Acarició senos, vientre, piernas e ingles con el arma. Se acercó a ella, le olió el cuello, la besó, sonrió.
Le acarició el cabello, la miró embelesada; seguía sin recobrar el conocimiento.

Y en un abrir y cerrar de ojos, encajó el puñal veintitrés veces. Diez en el pecho, siete en el vientre, tres en la pierna izquierda, uno a cada lado del cuello y la última, fue directo a la frente. Metódicamente.

Cortó un mechón de cabello, lo envolvió con cuidado en un pañuelo con orilla de encaje rosa. Tomó sus cosas y se dirigió a su pequeña casa.

En el camino, se detuvo en el pequeño riachuelo que corre a las orillas del pueblo y enjuagó su pequeña daga.

La caminata, acompañada de un cigarro y a la luz de la luna, le hicieron pensar. ¿En qué? Sólo ella lo sabe.

Al llegar a su guarida, abrió el refrigerador, tomó una cerveza, la abrió, la bebió de un trago y se recostó en el sillón. Se quedó profundamente dormida.

Al día siguiente, la rutina de siempre. Trabajo, casa, vicios.

¿Y en la noche? No recuerda absolutamente nada, llora, se siente vacía. Las campanadas. El parque.

En su armario, 37 pañuelos con encaje rosa.

En su cabeza, nadie sabe.

Se escucha música a todo volumen.