Se sienta. Se para, se dirige al espejo.
Toca sus cabellos; ondas negras que escurren sobre su cuerpo hasta llegar a la espalda baja. Cual gotas de agua bañando su desnudez.
Observa las disimuladas curvas que posee. Pero, en su retorcida mente ella observa un cuerpo que no existe, un cuerpo que simplemente existe en sus propias mórbidas fantasías.
Se sienta frente al espejo, rodeando sus rodillas con sus brazos y apoyando su cabeza sobre éstos, llora. Llora desconsoladamente y el delineador comienza a cubrir su lunáceo rostro.
Desesperada, se jala el cabello, grita, rasguña... Siente.
Se levanta del suelo y se dirige a su librero; ese librero que guarda tantos viajes y tantas fantasías en sus páginas. Ese librero que cuenta la vida de una mente sin recuerdos, de un recuerdo sin mente.
Toma la navaja que está en la esquina izquierda y saca del ropero la botella de tequila que alguna vez dejó a la mitad y se vuelve a parar frente al espejo.
Imagen perturbadora, notas musicales inaudibles. Su cabello despeinado corre por todo su cuerpo burlándose de esos ojos que derraman lágrimas.
Le toma a la botella y se sienta de nuevo en el suelo. Comienza a hacer cortes en su brazo izquierdo. Llora, desgarra, grita, disfruta.
Vuelve a beber de la botella y realiza el mismo ritual con su brazo izquierdo. No para de llorar, se rasguña la cara. Sus ojos irritados le piden dormir. Haciendo caso omiso, sigue lacerando su desnudez. Espalda, piernas, cuello, pies. Absolutamente toda su piel cuenta la historia de sus heridas.
Un parpadeo, un trago. Un golpe, y termina.
Las notas musicales vuelven a sonar, y ella jamás las volverá a escuchar.